El violín de un viejo y ciego vagabundo rasgaba notas melancólicas, la lluvia tecleaba sobre los tejados como un pianista loco, y un gato cantaba una balada a una enamorada, o un reto a duelo a algún desvergonzado. Esa era mi banda sonora. El humo negro del carbón y la niebla se mezclaban en el horizonte, tapados por las nubes negras que se iban y volvían en una convulsión intermitente. Ese era mi telón de fondo. Mi mente agonizaba en delirios febriles, en extraños pensamientos que no sabía si eran interpretaciones erróneas de la realidad que me rodeaba, o si era una realidad propia, construcción de capricho divino como era mi locura. Ese era mi guión. Mi público era el contenido cosmopolita de un bar portuario, y la obra se las presento a continuación.
Tal vez deban volver mi palabras, así como reculan los pasos de quién regresa a casa. Tal vez deba explicar sobre la muerte de mi hermana pequeña a mi manos, del incendio que causé en mi hogar cuando era apenas un infante, del tiempo consumido en el hospital mental, de mi trabajo como bombero y mi matrimonio desquebrajado, de mi hija y mi afición al alcohol.
Pero no. No hay un principio ni un final en la vida, más que el nacimiento y la muerte. Desde que nacemos hasta que ganamos conciencia, no se puede medir el tiempo. Y una vez muerto no podría contar mi historia. Así que solo diré trataba de no frecuentar bar alguno, sino ir rotando de uno en otro, a veces viajando horas hasta llegar a destino...
El Armario de Davy Jones se llamaba este. Entre pesando cinco libras de más por el agua en mi ropa, pero necesitaba calmar mi sed por dentro, no por fuera. Y tampoco era agua lo que buscaba. Era el fuego que buscaba apagar desde quién sabe cuando. El camino chorreado que dejé no importunó a nadie, pues no era ni el primero ni iba a ser el último en embarrar las tablas del suelo. Me abrí paso hasta la barra, entre mesas, camareras, marinos, humo, música, risas, y antes de llegar a ordenar un solo sorbo de licor, un condenado cae en mis brazos con su gin en la mano. Si me hubiera volcado en la boca en lugar de la cara tal vez lo hubiera agradecido, pero tampoco fui yo quién empezó la pelea, aunque admito que fui participe activo en su desarrollo.
No se si fueron los golpes en la cabeza, o si fue esa lámpara de aceite desatando el mismo infierno, pero mi mente dio un click que no recordaba pudiera dar. Aquellos cuyo nivel de alcohol en sangre les daba la posibilidad de percatarse del incendio huían despavoridos, y aquellos que no, pues las llamas serían su hogar de ahora en más. Lucifer en persona vino a reclamar las almas vagabundas que osaron rondar por sus dominios. Pude ver como un fuego fátuo corría por la barra. Era una bailarina de ballet a primera vista, pero en una inspección más cercana uno se daba cuenta de que esos movimientos tan enérgicos y caóticos no eran propios de la disciplina del ballet. Su pelo llamas, sus piernas fuego, sus brazos ardor, su ser una braza incandescente que danzaba sobre lo que pudiera combustionar, y que tragaba y comía lo que fuera combustible.
El piso se abrió como las fauces de una piraña gigante tragándome entero. Caí como quién flota hacia abajo, en cámara lenta, dejándome llevar por una marea de burbujas de cerveza que me envolvían. Pompas de jabón que poco a poco llenaron todo cuanto abarcaba mi vista. Mi vista dejó de abarcar, porque una negrura tomó posesión de mi mente. Daba igual si abría o cerraba mis ojos, todo era negro. Y pude sentir como un brazo esquelético trepaba por mi espalda, como una araña que buscaba un mejor puesto para mirar el espectáculo. En medio de la negrura pude ver esa garra palmeada que terminaba en un tentáculo, con un ojo en el dorso, dándole aspecto de ser un ente pensante.
Salió disparado en un chorro de tinta inverso, que limpiaba la negrura que me rodeaba. Fue por eso que logré ver ahora sí, que me encontraba en una telaraña que cerraba su abrazo en torno mío. Pude sentir en el costado la primer punzada de dolor por el veneno de una araña que no estaba ahí. Cada movimiento se me dificultaba, como si luchara contra una criatura de mil brazos que intentaba impedir mi libertad, y ahora sí, mil arañas marineras trepaban por mi espalda, y me envolvían como un chaleco, llenando de ponzoña mi pecho. ¿Por qué solo mi pecho?
Las nubes se rasgaron por la espada del Señor, todo misericordioso, que con su sola voluntad tiró de mi hacia su reino. Dónde el arcángel Gabriel limpió mi torso de inmundicias con rítmicas estocadas de su espada de fuego. Y luego besó mis labios en un soplo de aire, cual trompeta resonando en el eco de mi mente.
Tras vomitar mi alma a un costado, otro tirón me golpeó de lleno contra la realidad una vez más. Ahí estaba yo, vaciando hasta la bilis, llenando mis pulmones con el azufre del infierno, en la cubierta de un barco pesquero, enredado en el trasmallo, cubierto de peces, con un barbudo marino escupiendo a un costado. Las negras nubes de fondo no eran de lluvia, sino El Armario del puerto, cayendo a pedazos a las aguas...
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