El cielo gris
enmarca la tarde. El polvo de cemento cubre el suelo hasta el horizonte, roto
únicamente por las derruidas estructuras, restos del naufragio de una ciudad.
El silbar de las bombas aún hace eco en el inconsciente colectivo. Ya nadie
recuerda cuanto hace que cayó la última, pero el miedo sigue volando sobre las
cabezas, como un buitre a la espera de que su presa caiga.
Y se la ve a ella.
La única mota de color en el árido paisaje es la cruz roja de su uniforme.
Brilla la pulcritud de su uniforme entre el hollín y la sangre. Las madres se
vuelven hijas ante su presencia; los hombres se llenan de esperanza por su
amparo; los niños se vuelven niños recuperando lo que la guerra les quitó;
porque el toque de Nadina cura el alma herida, sus palabras reconfortan, y su
sola presencia ensalza el espíritu.
—Te adoran Nadina. Eres una santa para ellos—Le dijo Norma
mientras lavaba las heridas de un anciano.
—La mente juega trucos. En momentos desesperados uno busca
un consuelo, y eleva a cualquier figura que represente la posibilidad de alivio—Le
contestó Nadina al tiempo que vendaba la cabeza de una mujer.
—No sea modesta señora. Usted ha dado más consuelo que la
misma iglesia—Le dijo el anciano que Norma curaba pacientemente. El hombre
mantenía su estoica mirada mientras le sonreía calmadamente, pero era obvio que
escondía su dolor por respeto y decoro al trabajo de las enfermeras que con
esmero intentaban aliviarlo sin causarle mayores molestias.
—Le aseguro caballero que no es la modestia, sino la
objetividad la que guía mis palabras. ¿Qué he hecho yo que no haya hecho Norma
aquí mismo, por ejemplo?
—No señora no es lo mismo. Ella trabajará como enfermera,
pero usted no está trabajando. Usted lo vives Lo respira.
—Sí Nadina, lo suyo es vocación. No se puede enseñar eso en
una escuela de enfermería. Se nota desde la forma en que caminas entres los
heridos, hasta las palabras de consuelo que recitas por un moribundo.
Nadina terminó de vendar a la señora y ligeramente
ruborizada la miró de frente.
—Bueno señora, parece que está. Dejeme arreglarle un poco el
cabello. Así está mejor. Ahora podrá peinarse y maquillarse igual. Una herída
no es excusa para no verse presentable—Le dijo sonriendo, y su sonrisa fue
contestada por otra de la mujer.
Nadina salió de la tienda sosteniendo el
brazo de la señora. El paso lento y firme de quién escolta un enfermo. Los
heridos los flanquean, reposando en camastros entre las ruinas. Los lamentos
constantes son la banda sonora de que acompaña sus pasos. Nadina deja a la
mujer y sigue caminando. Camina por las calles desiertas, camina entre los edificios caídos, camina hasta que se pierde de vista. Nadie escucha la explosión, nadie se entera de como
muere. Y cual mártir deja tras de sí una imagen de esperanza: la esperanza de
que Nadina regrese.
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