jueves, 11 de octubre de 2012

Espada

Era un día verde, con pintas rojas y una mancha azulada. Él caminaba entre la arboleda con el paso seguro de quien conoce lo suficiente sus alrededores como para no temer a los peligros circundantes, o como quien no se percata de ellos en absoluto. La roja tierra asomaba aquí y allá entre el pasto donde alguna criatura luchó en vano por su supervivencia. Él cruzó descalzo el arroyo, sintiendo el frío recorrer sus piernas, y las redondeadas piedras del fondo acariciando sus plantas. No eran más de diez pasos, y el agua no le llegaba ni a la rodilla ese día. Si hubiera tardado dos días más, hubiera debido cruzar a nado ese filamento plateado. Siguió su paso entre matorrales, pisando hojas a medio camino entre humus y follaje. Siguió, mirando de vez en cuando alguna nube pasajera, efímera escultura de los vientos. Siguió hasta encontrar un camino, mudo testigo del paso de la auto proclamada civilización.
El ocre seco, marcado por surcos lo guiaba a algún asentamiento cercano, pero hacia donde. Podrían ser dos horas, o dos días de caminata, con solo doblar hacia donde no era. Se arriesgó, porque él es, era y será siempre así, y fue a la derecha. Justamente por ser así, es que ahora se hallaba perdido, semidesnudo, sin otra posesión que una espada que solo le servida de bastón. Su cabello ralo, y su barba casi afeitada eran lo único que no aseguraban que hubiera sido así toda su existencia. Pero había igual algo en su mirada, una determinación en la expresión de su rostro, que daba a entender a todas luces que él sabía que esto era apenas un simple tropiezo, que no te asombraras si mañana lo vieras montado en un caballo blanco con una armadura plateada. Sí, ese era él. Príncipe sin principado, pero de noble estirpe.
Alguien dotado de una visión privilegiada por los dioses hubiera llegado a percibir en su sombra un par de alas que se ocultaban al común testigo de sus pasos. Cuantas veces había sacrificado toda su existencia para salvar una vida era algo que ni él sabía. O cuantos castillos podría haber comprado con los rescates que desestimó, o con las recompensas que ni se molestó en ir a buscar.
Su espada fue siempre su única posesión terrenal real. Tenía un valor especial que iba más allá de la utilidad que se le diera a un objeto cortante. Con el paso del tiempo la empuñadura se desgastó y fue cambiada, y la hoja fue reforjada varias veces, ya no quedando de hecho nada de la espada original. En este momento solo tenía la empuñadura calzada en la vaina hueca. Sin el menor dejo de metal entre sus manos, hubiera sido mejor tal vez usar una simple rama, y no dar a entender que aún llevaba un objeto tan valioso como una espada es considerado. Esta flagrante muestra de imprudencia, pues cualquier ladrón pensaría que aún tenía algo que robar si se molestaba en llevar una espada, solo era otro atentado a su seguridad, pues tras comprobar que no tenía espada, solo se enojarían más por no tener tampoco posesión alguna.
Y fue justamente eso lo que le ocurrió. Pero los tres pilluelos no contaron con que pudiera cortarlos, trocearlos, y picarlos con una espada que no tenía hoja. Pues al sacar la empuñadura de la funda pudieron oír el característico cantar de la hoja al ser desenfundada. Y aunque no podían ver espada alguna, bien que pudieron sentirla lacerando sus carnes.
Él no tenía la espada por su metal, sino que cortaba con la fuerza de su carácter y el filo de su determinación. Él era un Paladin.

5 comentarios:

  1. Incursionando en el género épico Mr. Buffa.

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  2. Yo mastereaba D&D http://irrsinnlos.blogspot.com/2011/03/death.html :P

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  3. Ah.. sí. Me acuerdo de ese. Fue uno que me gustó especialmente.

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  4. No como cuando escribías sobre gatos... Me duele el hipocampo sólo de acordarme de las historias de gatos.

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  5. No me tientes que a mi me gustan mucho los gatos U_U

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