El anacronismo nos venció. Ahí estábamos los dos en silencio. La mesa redonda y de una sola pata. La tetera, la bandeja, las tazas. El aroma del pan tostado. Su falda que no le permitía separar las rodillas; sus tobillos se cruzaban bajo la silla. Mi pantalón a dos pinzas arrugándose cada segundo que permanecía sentado; el lustre de mis zapatos perdiendo brillo lentamente. El silencio iba diciendo lo que nuestros labios callaban. Nuestras bocas soltaban palabras vacías, pues nuestras mentes pensaban en otra cosa. Entre más reprimíamos nuestras ansias, más afloraba el subconsciente. El mozo se aproximó una vez más. No nos sobresaltamos, se cortó la charla. El momento había pasado. Salió cada uno de dentro de la mente del otro.
Decidimos estirar las piernas por las calles de la ciudad. Cada paso resonaba ahora con un grito desesperado, al punto que nos tomamos del brazo. Su estola sobre sus hombros, mi saco sobre los míos, como en el abrazo que nos negábamos mutuamente. Predímos una dosis de tabaco cada uno y la travesía por nuestras mentes continuó. Hablábamos de mártires que murieron por su artes tanto tiempo atrás, solo para que insulsos personajes como nosotros nos vanagloriemos en nuestro conocimiento de los clásicos. Pintores, filósofos, científicos, pensadores, escritores, políticos, ingenieros, médicos, exploradores y nosotros; unidos en la soledad de dos monólogos que se rehusaban a ser un dialogo. Mis palabras se repetían en su boca, y pensamientos que yacían rancios en el fondo de mi mente salían a flote en su mar de ideas.
Salimos de las empedradas callejuelas rebosantes de carruajes y de los nuevos automóviles pasamos bajo una arcada de piedra cubierta de musgo, un puente en tierra para atravesar un río de asfalto hecho por el hombre. Caminamos por la ribera de la calle durante cierto tiempo antes de darnos cuenta de que nos alejábamos cada vez más de la civilización. Pero ya a esas alturas ¿qué importaba? Nuestras palabras se volvían más duras, críticas, desinhibidas, con cada paso que dábamos en dirección a lo natural.
Ella se quitó sus zapatos para caminar más cómoda, y mi sombrero salió volando por el viento y aterrizó en el agua. Cómo lo dejé irse, ella tiró sus zapatos junto al camino en señal de solidaridad. Yo me quité los míos imitando el gesto. Reímos tontamente sin darnos cuenta que ya no había camino sino cesped bajo nuestros pies descalzos.
Nos sentamos bajo un sauce de semblante triste a dejar que nuestras mentes fluyeran como gotas de rocío por el dorso de una hoja. Ya no había pudor entre nosotros, y dejamos volar nuestros puritanos sueños por los caminos de la exploración. La pasión que irradiaba de nuestras palabras poco a poco se iba demostrando en el fulgor de nuestras miradas, en el tono de nuestros semblantes, en la curvatura en creciente de nuestras boca, que se aproximaban y se alejaban, no sabiendo bien porqué.
Como entrando en un trance nos desvestimos de prejuicios, nos desnudamos de miedos, y nuestras lenguas pasaron de luchar, a bailar al son de nuestras voces. Acaso nuestros cuerpos, alejados ya de la estructura de la sociedad establecida, sumergidos de lleno en lo salvaje, tanto en mente como en cuerpo, desprendían un aluvión de feromonas; tal vez solo la sensualidad de las palabras, y el erotismo del pensamiento, libre para deambular por los oscuros confines del subconsciente, nos alejaron de nuestras intenciones, hasta desprendernos la ropa en jirones, y lanzarnos en pos el uno del otro.
Ya no quedaban palabras suficientes, acertadas, necesarias. Solo un modo de expresión era satisfactorio: la lenta y delicada caricia, el suave y apasionado beso, el trémulo y firme abrazo, el éxtasis momentáneo y el placer que perdura en la calma tras la tormenta.
Las dos espaldas recostadas, las dos vistas encontradas, las dos sonrisas pintadas, las dos manos tomadas, las dos ansias saciadas. Dos mentes unidas en un solo silencio, en un solo pensamiento de paz.
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