Nadie escucho llegar al auto. El primer ruido que lo anunció fue el golpe al unisono de la suela de sus zapatos de cuero contra el asfalto. Se puso el sombrero, predió un cigarrillo y entró fumando al bar. Se le dibujó una sonrisa bajo el bigote ni bien cruzó la puerta. Paso despreocupado pero decidido se acercó a la barra
—Un Manhattan—Dijo, más con el índice que con la voz.
Lo escucharon llegar desde cosa de una cuadra, pero para cuando llegó ya se habían olvidado de él. El bastón golpeaba la vereda con más ímpetu que sus alpargatas. Bajo la boina asomaban unas cejas tan pobladas que se distinguía donde estaban sus ojos por el grueso marco de los lentes.
—Servime una grapa—Vociferó desde la puerta ya, pero para cuando llegó, la grapa, de haber sido un café , ya se habría enfriado.
El joven de traje gris y corbata meneó una risa mientras pedía otro Manhattan, y el viejo de tweed le dijo:
—Yo soy vos con unos años más, así que no te rías mocoso.
— ¿Y qué me hizo caer tan bajo, oh, voz de la sabiduría?
—Annabel—Le escupió, antes de tragarce la grapa de un golpe.
—Coincidencia fortuita, mi novia gosa ese mismo nombre-
—Tarado, que es la misma. ¿No te dije que sos yo?
—Pero... ¿por qué Annabel me va hacer caer en desgracia? ¡Ella me quiere con locura!
—El problema no fue ella, sino yo que también la quise con locura. No la pierdas pelotudo, que como yo vas a quedar de todas maneras—Le increpó mientras salía, dejándolo pasmado y pagando la cuenta por una vez.
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