Irr Sinnlos

Imaginen a este hombre, el Relojero. Sus zapatos mocasines negros de cuero, de punta redondeada, cocidos a mano. Sus blancas medias de algodón. Los negros pantalones de vestir, entablillados, que suben hasta la cintura donde se cruzan con la blanca camisa de lino que baja. Sobre esta los tirantes, cubiertos a su vez por el chaleco a juego con el saco negro carbón.
Vean asomar las mangas blancas de la camisa entre las oscuras del saco. Vean el corbatín de seda ajustar perfectamente al cuello. Admiren sus rasgos angulosos, su sonrisa complacida, su mirada tranquila. Esos lentes de montura redonda que descansan sobre su nariz respingona. Ese mentón redondeado, perfectamente afeitado. El pelo pulcramente peinado a la gomina, y aún así cubierto por el curvilíneo bombín.
Observen como aún cuando su mano izquierda, que reposa sobre el largo paraguas como en un bastón, goza de un reloj de pulsera, aún así su mano derecha se dirige monótonamente al bolsillo del chaleco y saca casi por reflejo su reloj de bolsillo, y sin mirarlo siquiera, con solo presionar un botón, congela el tiempo.

Hace una pequeña marca en el suelo con su paraguas y emprende su camino rumbo a un edificio cercano. En ese instante sin tiempo, no puede caer siquiera, y camina por el aire. Quita ladrillo por ladrillo del edificio, y lo mueve unos cientos de metros más allá. Cada vidrio de cada ventana, cada trozo de revoque, cada baldosa del piso, cada caño, cada cable, cada mueble, cada persona, hasta el agua en las tuberías mueve en su afán.
Luego retorna al lugar pactado, se sitúa donde la marca que hiciera eones atrás, y vuelve a tomar el reloj en sus manos...
—Y voilá. Ese edificio ya no obstruye nuestra vista. Ahora puedes apreciar claramente el atardecer.
— ¡Increíble! ¡¿Cómo has hecho eso?!
—Fui dotado del más grande don: la paciencia.Más tiempo
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