sábado, 28 de julio de 2012

El cura rojo

Va tranquilo por la ruta, bordeando la costa en su corvette. Pone un CD en el reproductor del auto y adelanta hasta el otoño de Vivaldi. Baja el capo y deja que el fresco lo inunde. Es una hermosa mañana de verano. Tiene cuarenta minutos para llegar a esa reunión, y está a menos de media hora.
Corre por el bosque. Sus pies hacen crujir las hojas secas bajo sus pies. Se apoya un momento en un árbol cubierto de musgo para recuperar el aliento, pero el aullido lo despierta y tiene que seguir por la ruta camino a su reunión. Demasiado fresco, sube el capo devuelta. Ahora suena el invierno por los parlantes.
No puede parar. Cada paso es una agonía por culpa de la nieve. Están cerca. Escucha la trompeta a meros pasos de distancia. Sus pasos quedan marcados en la nieve, no les costará encontrarlo. Trata de subir a un árbol y cambia el CD. Tal vez debió comer mejor antes de salir. Pero está acostumbrado a desayunar solo café. ¿Cancelar la reunión? No es una opción. Para desengañarse pone el CD una vez más, empezando por la primavera. Sí, nada de bosques cubiertos de nieve, ahora corre bajo la lluvia al descampado. No puede ver muy lejos, es de noche, pero ve brillar varios pares de ojos amarillos atrás de él. El corazón se le sale por la boca, pero sabe que si para llegará tarde a la reunión. ¿Qué? No puede estar alucinando de esa manera. Para el auto y sale un momento a estirar las piernas. Tiene tiempo de sobra. Da unos pasos junto al auto plateado, estacionado entre la pared de piedra y la guarda de seguridad que se supone que evitaría que un auto caiga por el acantilado al mar. Pero él sabe bien que si su auto quiere salirse del camino la guarda no va a detenerlo. Las luces del auto se prenden. Lo escucha rugir con fuerza. El verano comienza a sonar por los parlantes, y él comienza a correr por la ruta. El auto parece que lo está disfrutando, porque avanza lentamente. Lo suficientemente rápido como para hacerlo correr a más no poder, pero no lo suficiente como para alcanzarlo. Corre desesperado, y ve como el auto frena, acelera en el lugar haciendo chirriar las llantas al punto de hacerlas humear, y salir disparado contra él, solo para frenar en seco tan cerca que el golpe en las pantorrillas lo hace trastabillar. No puede seguir corriendo, le duelen las piernas, le duele el baso, le falta el aire, si el auto no lo mata va a morir corriendo. El corvette acelera en el lugar otra vez. Las llantas largan humo como la boca de un dragón. ¡No, nada de demonios, ni ejércitos malignos, ni extrañas criaturas de metal con luces! Tiene que terminar de componer el verano sin tener más alucinaciones. Vivaldi llama a su criado y le pide un vaso de vino para calmar los nervios. Tal vez no debería haber empezado por el invierno.

Esfuerzo oculto

Ella llega a su casa. Haciendo malabares abre la puerta con una sola mano, porque en la otra llevaba la bolsa de las compras. De hecho está masticando un pedazo de pan. Cuando los perros pasan corriendo junto a sus piernas ella no entiende nada. Lo normal sería que salieran a recibirla, con saltos y cabriolas, y hasta trataran de sacarle el pan de la boca. Pero antes de poder terminarse de extrañar, escucha un estruendo. Abre la puerta justo a tiempo para ver desplomarse una parte del techo. Lo primero que piensa es que los perros no puede haber hecho TANTO destrozo. Los muebles están despedazados, la televisión en el suelo, restos de platos y vasos por todos lados, lo que queda de un cuadro, lo que una vez supo ser una biblioteca descansa sobre miles de hojas sueltas, los restos mortales de los sillones, en fin, un desastre total. Hay hasta jirones de ropa por todos lados, cuando el ropero está en el piso de arriba. Y hablando de arriba, al mirar la abertura un grito se escapa de su garganta al tiempo que la bolsa se escapa de sus manos.
En el techo está él. Su metro ochenta ahora es más un dos metros veinte, sus ochenta quilos aparentan unos ciento cincuenta, y sus ropas están a punto de reventar contra su piel. Ella grita su nombre, él gira y la ve, se agarra la cabeza y grita al cielo. Él sigue, enloquecido en su titánica tarea de destruir todo lo que tiene a mano. Ella corre escalera arriba. Lo ve golpeando la pared del cuarto. Tiene miedo de llegar a él, hay un agujero en el suelo en su camino. Grita su nombre una vez más. Él cae de bruces con la cabeza en las manos, gritando desesperadamente. Su piel está roja y se sigue hinchando. Ella lo ve arrodillado de espaldas a ella, lo ve como crece, como su piel se infla colorada, tensada por sus músculos cada vez más grandes; ve como crecen sus brazos, piernas, torso, lo ve crecer entero unos centímetros más; ve su camisa explotar, su cinto cortarse, ve las perneras de sus pantalones rasgarse por la presión, y lo ve saltar por el agujero que hizo en la pared.
Ella baja corriendo gritando su nombre, cada vez más asustada. No sabe que hacer. Lo ve correr contra un árbol, golpearlo con el hombro con fuerza suficiente como para arrancar la mitad de las raíces. El árbol se inclina contra su brutal empuje. Él sigue empujando, dejando zanjas con los pies descalzos. Ella llega corriendo para verlo aflojar su agarre, agotado ya. Lo ve volver a su tamaño normal, lo ve desinflarse. Ve el tronco del árbol, quebrado por su abrazo, inclinado hasta que las ramas tocan el suelo. Lo abraza llorando y él recupera el conocimiento. Se incorpora y ella le pregunta que pasó. Él le explica que el dios que habita en su interior intentó escapar, casi tomó control de su cuerpo, y lo que vio fue su desesperación por sentirse perder el control, a medida que el dios ganaba fuerza.
Él se incorpora y tambaleándose encamina sus pasos hacia la casa. Ella lo abraza para ayudarlo a caminar. Él le explica que en esos momentos tiene el control de nuevo, tiene el poder del dios que duerme una vez más. Y hasta que el poder se drene tiene que aprovechar. Ella lo ve apartarla con una mano. Ella lo ve como reconstruye lentamente la casa con un movimiento de su mano. Ve las partes volver volando a su lugar, ve la ropa recomponerse y colgarse sola en las perchar, ve el televisor volver a su lugar como quien pone la cinta de cuando cayó en reversa, ve la pared recomponerse. Él se apura a entrar, y a medio camino se detiene como recordando algo. Chasquea los dedos en el momento de revelación y ambos aparecen en el piso de arriba. Él chasquea sus dedos una vez más y su ropa se transforma en un traje, y él queda bañado, peinado y afeitado. "Para facilitarte un poco el trabajo" le dice a ella. Luego se sienta en la cama y hace aparecer un maletín a su lado. Con todo recompuesto, hace aparecer los perros que se habían escapado.
Cuando intenta chasquear los dedos una vez más sus manos se agarrotan y no puede. Ella se sienta a su lado, sabiendo que va a pasar después. Lo ve sonreírse, con esa risa triste que tiene él. Lo besa. Él la besa, pero a medio beso cae hacia atrás en la cama. Ella lo ayuda a sentarse. Él tiene la mirada perdida. Ella lo lleva de la mano a abajo, lo sienta en la mesa y con suma paciencia le hace un puré de manzana, le exprime un jugo y le da de comer con una cuchara en la boca. No sin antes ponerle un babero sobre la hermosa corbata de seda que él se colocara apenas minutos antes con solo un gesto de la mano. Ella sabe que el maletín está lleno de dinero, ahora sabe que es lo que ha pasado siempre que lo ha encontrado de traje sonriendo en la planta baja. Ella llora en silencio.