domingo, 30 de diciembre de 2012

Una vieja historia

—¿Estás segura de que este es el camino?
—¿Por qué lo preguntas? ¿Acaso piensas que aquella montaña sea más acojedora, o que esas otras rocas filosas sean menos filosas? ¿Importa acaso por donde vayamos mientras terminemos en la capital?
—Es que ni siquiera sabemos si es hacia allá que está la capital.
Sting paró su vehículo, levantó el visor de su casco y miró a Talos directo a sus ojos rojos.
—Talos, querido. ¿Confías en mi?
—No.
Sting bajó furibunda el visor que le cubría los rasgos y aceleró.
—¡Hey! ¡En mi defensa tu no confías en mi!
Talos hizo un ademán con la mano, quitandole importancia mientras se alejaba en dirección al horizonte, pero en el fondo sabía que la precisaba, y mucho.
Talos era un monstruo gris, de más de dos metros de altura y cerca de un cuarto de tonelada de peso. Pero una vez fue humano. Su barba lacia sin afeitar y su cabello largo de un negro azulado quedaban como mudo testigo. Iba montado en un Cuerno, un gigantesco toro negro de seis patas y cuatro cuernos, también de ojos rojos. El Toro había mutado naturalmente por las radiaciones, y Talos lo capturó salvaje y lo domó. Pero Talos había decidido tomar esa forma. En un laboratorio militar abandonado, encontró entre los cadáveres una formula. Había pasado toda su vida vagando por el extenso erial que era el mundo de la post guerra. Tuvo que luchar por conseguir comida, por sobrevivir, hasta que encontró el mundo de las pelas por dinero. Se dedicó a romper cabezas a cambio de dinero. Dinero que retrucó por armamento. Luego se cruzó con La Horda, una banda de motoqueros, solo que sin las motos. Con solo abrirle el cráneo al líder ya se hizo con el liderazgo, y ahora vagaban atrás suyo, en espera de emociones, o al menos algo mejor que hacer que mirar a las rocas.
Se dedicaban a atacar caravanas  o a asaltar pueblos aislados. En general dormían en campamentos, pero a veces tomaban un pueblo especialmente chico y acogedor durante un par de semanas. Fue en un viaje por una zona que no conocían (aunque siempre iban por donde no conocían, porque la idea era explorar), que la comida comenzó a escasear, y La Horda empezó a impacientarse con Talos. Hizo levantar campamento, y salio a explorar solo con sus tres chicas de mayor confianza. Fue un golpe de suerte encontrar el laboratorio, y otro golpe aún más grande que el tónico no lo matara. Pero era un hombre de riesgos, y si el suero no lo hacía más fuerte, de todas manera La Horda lo iba a terminar despellejando. Pasó dos noches con fiebre, vómitos  y pensó que iba a morir, pero cuando salió del edificio podía aguantar una bala en el pecho.
Sí, la bala lo tiraba al piso, pero se levantaba, iba hasta el desgraciado que le hubiera disparado y le arrancaba la cabeza de cuajo. Consiguió además un martillo de inercia, fuera lo que fuera eso. Talos solo sabía que era capaz de desprender un edificio de los cimientos con un solo golpe de esa cosa. Y nadie volvio a dudar de que ÉL era el líder, y así iba a seguir siendo.
Pero seguía siendo muy complicado desplazarse por el páramo. Se capturó un Cuerno para que lo llevara a él, pero precisaban vehículos. Talos no sería inteligente, pero era ingenioso; y no sabía leer, pero sabía escuchar. Se enteró de que antes de la guerra la gente se movía en autos y motos. Los había visto tirados por doquier en sus innumerables viajes, pero lo interesante fue saber del combustible. Un viejo le dijo que lo que precisaban esos cacharros era combustible. Sí, estaban todos rotos, pero se podía sacar una parte de este, otra de este otro y armar uno que anduviera  Había millones tirados, más de los que pudieran precisarse, y en los páramos estaba lleno de buenos mecánicos. El problema era el combustible.
La otra pieza del rompecabezas se la dio Sting cuando se conocieron.

Sting estaba subiendo en su cuatriciclo por la ladera de piedra rojiza de una lomada. Su pequeño vehículo tenía las ruedas montadas en extensiones móviles, símil patas, lo cual le permitía andar por cualquier terreno, por donde fuese. Era puro motor y ruedas, rodeado de un armazón de fibra de carbono, diseñado para protegerla en caso de caídas abruptas en las que rodara el cuatriciclo entero. El asiento estaba ceñido al armazón, y ella a su vez estaba sujeta al asiento por un arnés.
Todas sus cosas iban en el bolso tras el asiento, principalmente herramientas y su rifle láser. Llevaba su pistola de plasma siempre en la canana del muslo, por si las dudas. Su cuerpo entero estaba protegido por una armadura biónica, la cual no solo le daba fuerza sobre humana y era a prueba de balas, sino que la mantenía cómoda y a la temperatura y humedad exacta.
Llego a la cima del cerro de piedra y levanto el visor azul de su casco, mostrando su pálido rostro. Se apeo del cuatriciclo y sus gafas escrutaron el horizonte. Tenían zoom automático, visión infrarroja, ultravioleta y detectaban radiación. A dónde mirara solo veía las grises montañas, la estéril arena cubriéndolo todo, y unas rocas filosas que rasgaban hacia arriba, como colmillos o garras enormes y petrificadas en el acto de destrozar la piel de la tierra. A su izquierda, pues al frenar derrapó de costado, atrás del vehículo, pudo ver la carabana liderada por el enorme Cuerno de Talos; y a su derecha, pudo ver triunfalmente la ciudad capital. Montó y enfiló hacia la Horda.
Sting había crecido en una de las ciudades subterraneas que fundaron los supervivientes. La guerra estalló y terminó antes de que veinticuatro horas pasaran. Lo que no destruyeron los misiles, lo mató la radiación residual, y los que se habían refugiado en búnquers no tenían motivo ya para subir. Al contrario, era peligroso, o directamente letal. Así que, con los jirones que quedaban de la civilización, ampliaron sus refugios más y más. Tenían generadores nucleares, granjas hidroponicas con luces ultravioleta y fábricas químicas donde hacían todo que precisaran, como ropa o muebles, a base de polímeros artificiales.
Desde el comienzo fue evidente que sus escasos recursos eran, obviamente, insuficientes para sustentar una creciente población, y las expediciones de salvamento, o las "partidas de carroñeros" como los llamaron otros, se volvieron una base esencial de todo el proceso.
Sting había sido enviada a buscar un yacimiento petrolero. El petróleo no representaba una fuente de energía, pero era irreemplazable como base para la creación de muchos polímeros.
Tenia una moral muy arraigada contra salir en una expedición de salvamento, pero la promesa de aventuras fuera de las seis paredes de la bóveda pudo más. Y ahí se encontraba ella, siguiendo esa partida de locos que buscaban petroleo como ella...
—Para que veas, maldito desconfiado.
—¿Y esto que demonios es?


—¿Es que no has visto una foto en tu vida?

sábado, 29 de diciembre de 2012

Uroboros

La cena iba bastante más aburrida de lo que cualquiera de los dos hubiera esperado. Comíamos casi que en silencio, sazonado por algún "Esto está muy bueno" o un "¿Dices que lloverá mañana?". A mi me gustaba ella, a ella le gustaba yo. Y el hecho era tan obvio que la coquetería resultaba superflua, por lo tanto era una segunda cita bastante aburrida. Ya sabíamos lo básico del otro, como de que vivía, si tenía hermanos y que música escuchaba. Pasamos directo al punto de ser una pareja casada desde hace tiempo. Era como un acuerdo tácito: hacemos buena pareja, somos compatibles, yo te gusto, tu me gustas, no vamos a conseguir nada mejor, ya es obvio que vamos a terminar juntos. ¿Para qué discutirlo si ninguno lo había pronunciado?
Y de golpe ella lo dijo.
—Y... ¿Qué se siente ser escritor?
—Bueno, en realidad soy contable. Te dije que me gusta escribir solo por hobby. No hay mercado como para poder dedicarme a lo que me apasiona.
—Lo siento.
—No, tampoco es que me disguste ser contable—me defendí—Es solo que escribir es mi pasión, y es una lástima que no pueda vivir de ello.
—Pero no entiendo porque no se puede vivir de ello.
—Es complicado...
Y el silencio volvió a caer como una gruesa capa de polvo. ¿Por qué no explicarle? Como ya dije era obvio que íbamos a terminar juntos, ¿por qué no decirle la verdad?
—¿Quieres que te cuente de verdad?
—Si no te molesta...
—Bueno, es que yo escribo fantasía, ficción. Tonterías en definitiva.
—Ahá...
—Bueno, pero es que no hay un motivo por el cual alguien compraría un texto mio. No aportan nada.
—¿Pero acaso nadie lee por pasatiempo ya?
—Las pocas personas que leen por pasatiempo, son un mercado reducido que consume cierto tipo específico de literatura.
—Ya veo...
Algo toco un nervio sensible de ese "Ya veo".
—No pensaras...
—¿Qué?
—O sea, no pensaras que es porque no soy bueno, ¿no?
—Has sido tu quien lo ha mencionado.
—¡Un momento! Mi calidad narrativa es buena ¡Es más que buena! Diría que ese es parte del problema.
—Nunca te había visto acalorarte.
—¿En todos los años que me conoces? Mira, ¿quieres leer algo de mi trabajo para que te desengañes?
—Pero es que yo no he dicho nada...
Y era verdad, era yo el que no confiaba en mi propio talento. Era yo el único que me frenaba. Era YO el que había elegido estudiar una carrera confiable, para conseguir un trabajo confiable, y no me arriesgaba a saltar al mar de los escritores publicados, por miedo a ser devorado por los editores salvajes.
La comida siguió en un silencio incómodo.
—¡Suficiente! ¡Te lo demostraré!
Le grité a un mozo que me trajera papel y una pluma. El mozo, por más desconcertado que estuviera, actuó movido por la base de que cualquier acto fuera de lo común implicaba una propina extra. Le entregué mi ternera y corrí un trozo de mantel para apoyar el papel. Ella me miraba con los ojos cada vez más abiertos como recorría el filo de la hoja con la pluma, tatuando tinta a una velocidad imposible. Encolerizado, con el orgullo herido y poseído por la idea, y no podía parar de escribir:

La cena iba bastante más aburrida de lo que cualquiera de los dos hubiera esperado. Comíamos casi que en silencio, sazonado por algún "Esto está muy bueno" o un "¿Dices que lloverá mañana?". A mi me gustaba ella, a ella le gustaba yo. Y el hecho era tan obvio que la coquetería resultaba superflua, por lo tanto era una segunda cita bastante aburrida. Ya sabíamos lo básico del otro, como de que vivía, si tenía hermanos y que música escuchaba. Pasamos directo al punto de ser una pareja casada desde hace tiempo. Era como un acuerdo tácito: hacemos buena pareja, somos compatibles, yo te gusto, tu me gustas, no vamos a conseguir nada mejor, ya es obvio que vamos a terminar juntos. ¿Para qué discutirlo si ninguno lo había pronunciado?
Y de golpe ella lo dijo:

—¿En serio piensas que vamos a terminar juntos?
—¿Cómo?—Estaba mirando por sobre mi hombro.
—Si realmente estas tan seguro de que vamos terminar juntos.
—Bueno, sí. ¿Qué acaso no es obvio?
—No lo estas expresando de manera muy romántica, sobre todo la parte de que "no vamos a conseguir nada mejor", pero la idea de que seamos tal para cual, el uno para el otro, tan sincronizados que sea inevitable que terminemos juntos... Eso sí es romántico.
Y me sonrió. Ya no pude seguir. Tuve un impulso irrefrenable, y la besé.

lunes, 24 de diciembre de 2012

Ojos entre la maleza


Djon sintió en el aire la esencia de una presa. Sí. Ahí estaba fuerte y claro un venado azul. ¿Vino desde allí o desde allí  No, se fue por allá. Sí, este era el camino  por aquí, abajo, tras ese árbol, después de este rescoldo. Pastó aquí; se percibe la tranquilidad. Y de pronto una explosión de adrenalina y sale disparado por allá. Sí, Djon percibía la esencia de un cazador; un felino grande. Sí, el cazador vino de este lado y el venado azul salió disparado hacia allá, corriendo desesperado con sus seis patas. Podía percivir la emoción de la caza en el gran gato, era una nube de hormonas agresivas y expectación. Era lo mismo que sentía él en ese instante. Djon pude sentir como en ese microsegundo sus poros exudaron una vaharada de hormonas; sus garras salieron proyectadas de sus manos; sus pupilas se dilataron; salivó de pura expectación. Ya saboreaba la sangre. Aferró su lanza con aún más fuerza y se disparó como una flecha en la dirección del gran gato. Corrió entre la maleza, saltó a un árbol, giró y se balanceó de la rama hasta caer en otro, brincó con la inercia y aterrizó del otro lado de un arrollo. Pudo encontrar el rastro desperdigado del venado azul, perseguido tenazmente por el gran gato. No lo rastreaba, lo perseguía a un palmo de distancia. Y ahí lo sintió: el aroma de la sangre un poco más adelante. Un par de marcar de garras en un árbol, unas pisadas despotricadas de pesuña, y tres gotas derramadas en una hoja caída. Se erizaron sus placas dorsales y su melena cascabeleó. Djon salió raudo aún más atusado por la excitación  Corrió enloquecido esquivando árboles, troncos caídos, rocas, salientes, dobló tras una peña y su filoso oído pudo sentir a lo lejos un mugido   Ahora corría en cuatro patas, la lanza cruzada en su espalda. Con cada golpe al suelo se sentía el retumbar a lo lejos. Djon era un sismo arremetiendo en dirección de su presa. Ya casi, estaba apenas a un golpe de distancia, ya podía oír al gato masticar tras una palma. Saltó entre el follaje y cayó aferrado a su lanza, golpeando con el peso entero de su macizo cuerpo en plena espina dorsal del gigantesco gato. El enorme animal, de un gris pardo, con esos gigantescos colmillos inferiores que asomaban por encima de su cabeza ya casi como cuernos, medía, aún en sus cuatro patas, entre tres y cuatro veces la altura de Djon. Pero el golpe atravesó la espina entre los omóplatos  dejando al gran gato sin sus extremidades, solo pudiendo rugir en su agonía. Djon aún inyectado por la sed de la caza, bajó de un salto del lomo de la bestia que se desplomaba, sacó su cuchillo de hueso al tiempo que giraba en el aire, y antes aún de tocar el suelo ya había rebanado el cuello de la criatura en una arteria principal.  El gato murió antes que el venado que seguía pataleando agonicamente. Era más enorme aún que el gato. Djon sacó su lanza del lomo del gato y se acercó al venado azul. Ya reposaba. Respiraba entrecortadamente. Tenía el vientre abierto donde el gato ya estaba deglutiendo sus entrañas. Djon con un movimiento preciso clavó la lanza entre el cuello y el esternón, tocando el corazón y dejando seco al venado. No se movió más. Djon se enfrentaba al problema de arrastrar toda esa carne al campamento. En su lugar decidió mover el campamento a la carne. Aún tenía el toque. Era más fácil cuando podía ver. ¿Era más fácil cuando podía ver? Tal vez...

sábado, 15 de diciembre de 2012

Sin miedo

—Pero han pasado años ya Robert.
—Y pasarán aún varios más.
—¿No puedes solo usar un clon para ahorrar tiempo?
Los dos hombres caminaban como paseando por los pasillos del hospital. Charles no usaba la estereotipada bata de laboratorio. "No hay nada de qué proteger nuestras ropas, ¿cuál es el punto? ¿Estatus?" decía cuando los demás doctores le preguntaban.
—Ni tu, ni yo, ni nadie tiene un solo estudio hecho para saber si la mente de un clon se desarrolla, si bien más rápido, igual a la de un original.
Robert pronunció la palabra sin miedo a quedar xenofobia. Charles lo conocía desde hacía más de dos décadas y sabía que no tenía nada contra los clones.
—Pero Robert, el suero está listo desde antes que el muchacho naciera. Ya se han hecho cientos de pruebas.
—¡Y todos los sujetos se suicidaron!
—Solo tenían curiosidad por saber como era el más allá. Si no les hubieran hablado tanto de la muerte tratando de asustarlos, ni se les hubiera ocurrido. Era obvio que iba a pasar.
Robert paró en seco, se dio media vuelta y miró a Charles directo a los ojos.
—Podría decirte que ese es justamente mi punto, podría decirte que ese era el objetivo original de las pruebas, podría decirte varias cosas más, pero solo tengo una pregunta: si era obvio para tí, ¿por qué lo permitiste?
—Vamos Robert, el suicidio no es ilegal desde el siglo veintiuno. Ni puedo cuestionar la voluntad de esas personas, ni puedo evitar que la cumplan. Además no es el papel de un doctor el de salvar vidas.
—Solía serlo—Le respondió Robert al tiempo que seguía caminando.
—El miedo es necesario Charles. No solo el miedo a la muerte, sino todos los miedos que tu suero elimina.
—El miedo no es necesario, está obsoleto. ¿De qué sirve tener miedo al rechazo? Solo para evitar que se entablen más relaciones humanas. ¿De qué sirve el miedo a fracasar o a perder a un ser querido? Solo para torturar a las personas. ¿De qué sirve el miedo a ser discriminado? A reprimirse inútil e innecesariamente.
—Bueno, tal vez no todos los miedo que tu suero elimina, pero no es selectivo. ¿Qué hay del miedo a las represalias? El primer sujeto golpeó al examinador más cercano con una sonrisa en la cara y casi viola una enfermera.
—En su defensa Steve es un patán, y Elize tiene un par de-
—SEA COMO SEA—lo interrumpió Robert—no podemos suministrar ese suero a la población libremente.
—Para eso se hicieron todos esos estudios.
—Y los estudios demostraron que una persona que creció con miedo no puede seguir funcional si se lo quitan de repente. Es como quitarle el tanque de oxígeno a un buso bajo el agua.
—¿Y acaso tu muchacho tiene agallas?
—No, pero aprendió a bucear sin tanque.
Charles y Robert, doctores en quimica y psicología respectivamente, miraban por la pequeña ventana de vidrio a un infante de apenas seis años. La habitación era colorida, y tenía telarañas, y monstruos de peluche. Una pequeña broma interna de las niñeras. Bruno, pues ese era su nombre, no había tenido contacto con humanos fuera de la pantalla gigante que era una pared entera de su pequeña jaula de ave. Por ella se le mostraba el mundo exterior, con todos sus peligros, vergüenzas, y posibles fallos.
—El es Bruno. La idea es que no viera la reacción de temor de un humano jamás, pero que vea los peligros. Queremos saber si desarrolla la respuesta de temor por si mismo.
—Pensé que estabas criando un chico al que se le inyectó mi suero antes de desarrollar conciencia.
—No son cobayos Charles. Pero sí, estás hablando de Janie, la chica sin miedo. Ya tiene doce Charles. Y adivina qué.
—¿Qué?
—Tiene miedo.
—Pamplinas. Tal vez lo finja para sentirse parte...
—Pero eso demostraría miedo al rechazo, ¿no?
—Tal vez no sea miedo, sino añoranza. Añoranza por ser aceptada. Mi suero no controla emociones como la soledad, el desasosiego, el apego, ni nada que no sea miedo. ¿A qué letiene miedo?
—A las arañas por ejemplo. Tu estás completamente seguro de que el efecto de tu suero no se va con el tiempo, ¿no?
—Me temo que debo admitir que, como tu bien dijiste, todos mis sujetos humanos cometieron suicidio. Pero aún tengo mi primer rata sin miedo.
—Bueno, pues entonces aprendió a tener miedo socialmente. Y es por eso que Bruno está siendo entrenado sin miedo natural. A donde va a ir nadie tiene miedo y no podrá aprenderlo.
—Pero ya hace casi dos décadas que descubrimos el plano sin miedo Robert.
—Hace veintiún años el trece del mes que viene. Y el plano sigue ahí, y va a seguir ahí hasta que estemos preparados. No podemos permitir otra invasión, hay que enviar a alguien que los estudie primero. Y ese será Bruno.

Respeto solo

Respeto miraba nostalgicamente unas fotos viejas. Su traje gris con rayas negras verticales estaba sucio del polvo marrón del camino. Sus gruesas trenzas se mantenían en lugar más que nada por sus gafas. Su montura descansaba ronroneando a escasos metros. El calor del día lo instaba a la inactividad, pero tenía que reparar la bomba de agua del poso de Experiencia. Las descoloridas fotos sepia de Pasión lo alegraban al recordar los buenos tiempos, solo para entristeserlo más tarde la distancia que los separaba ahora; más social que espacial. Levantó la vista y se cubrió con una mano para que el resplandor del sol no lo cegara. El molino permanecía estático. Sin bomba y sin molino no iban a tener agua esa misma noche. Iba a levantarse cuando el aplomo de la tarde se sumó al aplomo de su animo para tirarlo de espaldas en las tablas del piso. Una chicharra rasgó el silencio, como anunciando la hora de la siesta.
Pudo oír un carro acercarse durante varios minutos, pero la inercia era demasiada. Tuvo tiempo de extrañarse de no escuchar el martilleo del motor a vapor. ¿Era un carro de tiro? ¿Qué lo tiraba? Tal vez solo fuera un motor bastante silencioso; parecía escucharse un zumbido. Más que ver, escuchó desacelerar hasta casi detenerse las ruedas, y el medio de transporte pasó a paso de hombre frente a su casa y su campo visual. Pudo ver que era tirado por una especie de escarabajos enormes, marrones de patas y cabezas, con las caparazones bronceas dando reflejos verde-agua. Los dos iban con las alas zumbando, probablemente para quitar peso a sus patas y poder moverse más rápidamente.
—Escarabajos de tiro—dijo en vos alta—¿Qué vendrá después?
El carro paró completamente del otro lado de la soñolienta calzada, y Respeto pudo ver bajar una muchacha  que llevaba un vestido azul, con las enaguas relucientemente blancas resaltando contra las botas negro onice; sus cabellos negros enrulados como el alambre de un capacitador, caían en bucles de bajo la capellina  las delicadas manos cubiertas por guantes negros de chifon hasta el hombro casi; y el rostro de espaldas, fuera del alcance de la vista perezosamente curiosa de Respeto.
Le recordó a Pasión. Miró inmediatamente las fotos que llevaba aún en la mano. Iba a hablarle a esa chica. Sí. No. Tenía que reparar la bomba de agua. Sí, no podía por eso.
El carruaje partió, y Respeto lo vio alejarse colgado del molino, sin saber si ella iba en él o no.

viernes, 14 de diciembre de 2012

Hijo mio

Hola hijo mio. Siéntate aquí. ¿Quieres algo? Oh, pero por supuesto que no. Es una vieja costumbre mía. Déjame que te explique. Hacia el año 2050, la gente comenzó a impacientarse por las tan pospuestas promesas de inmortalidad de la medicina. Los ricos y ancianos apostaron por una tecnología paralela: trasplantar la mente a una computadora. La idea no era nueva, pero había que sortear ciertos problemas. Primero que nada, ¿cómo? Había que crear una conexión entre nervio y cable. Luego, ¿dónde? Había que inventar un medio de almacenamiento que pudiera no solo albergar una mente, sino mantener su capacidad de pensar. No alcanzaba con guardar los recuerdos, había que respaldar la mente.
Pero al final todo se pudo y la gente que se lo podía costear se trasplantaba a un robot. Porque, una vez que tu cerebro era una computadora, no ibas a tener un cuerpo de carne, ¿no? Pasaron los años. Los ricos se enorgullecían de sus cuerpos de silicio y acero, y sus hijos se volvían androides también. Pero ahí comenzó el dilema. Los androides no podían tener hijos, pero los hijos que tuvieran como humanos se podían hacer androides. Entonces se instaba a los más jóvenes a tener descendencia antes de volverse androides. Al primer hijo de rico que falleció niño, o simplemente antes de tener hijos, empezó la tendencia de salvaguardar sus mentes lo antes posible. Se llegaron a guardar bebes. Tontos temerosos de la muerte.
No pasó mucho para que el común de la gente se escandalizara de estar practicas, sumado al mero hecho de que la inmortalidad estuviera solo al alcance de los más pudientes. Se los estigmatizó. Pasaron aún más años y generaciones. A esta altura los viejos ricos ya se habían recluido a sus mansiones. Ya no teniendo que comer ni dormir, se aislaban cada vez más de los humanos. Ya ni medían sus riquezas  No sentían cansancio, eran mortalmente precisos, y disponían de todo el tiempo del mundo. Ya no les molestaba en absoluto hacer las tareas domesticas, lo último que le hubiera podido aportar la raza humana.
Llegado el día en que los humanos se volvieron inmortales en sus cuerpos originales, cerca del 2100, los androides ya no tenían contacto con ellos. Ni un embajador que los uniera, porque formalmente no había separación real. Los humanos, que ya sentían un resentimiento generacional hacia los androides, instauraron nuevas leyes que los despojaban de todo derecho. No eran humanos, eran meras máquinas, así que ni tenían derechos ni propiedades.
Los androides decidieron hacer la guerra. Son apenas varios miles, mientras que los humanos hoy día son cerca de cincuenta mil millones. Y siendo ahora inmortales, su número crece a pasos agigantados. Pero si el número era el problema, había una solución sencilla. El androide era un cuerpo robot y un cerebro digital que almacenara una mente humana. El cuerpo se podía hacer con una mente artificial que lo guíe. E incluso se podían crear cerebros digitales, agregarles conocimientos y verlos desarrollar una mente propia. Ese eres tu hijo mio.
Yo nunca tuve un hijo humano, pero tu nunca tuviste un cuerpo humano. Tu eres el primero en nacer androide. Los soldados que combaten en este mismo momento contra los humanos, son los robots con una computadora que los guíe, con inteligencia artificial; y ustedes, nuestros niños, y nosotros, sus padres, poblaremos esta tierra cuando ya no haya más humanos.

jueves, 13 de diciembre de 2012

Soliloquio

—La muerte afecta a uno por el recordatorio de la propia mortalidad dicen, pero en mi caso cada vez cosifico más a las personas (las tomo como objetos animados, más que como seres vivos) pero al mismo tiempo...
Terguson miraba el horizonte agazapado en la cornisa de piedra, mientras hablaba el grabador en su mano. Soltó el botón con la frase sin terminar y bajó la mano. Jeans negros, botas y chaqueta de cuero. Su cabello negro caía sobre sus hombros, y se enganchaba en el arco y el carcaj que le cruzaban la espalda. Se paró aún mirando al horizonte desierto, levanto la mano una vez más y apretó el botón. Abrió la boca pero no emitió sonido por medio segundo hasta que dijo:
—El contacto social es necesario para mantener el contacto con la propia humanidad.
Y apagó el aparato. Ya anochecía.
Bajó caminando por la escabrosa ladera de piedra. Abajo lo esperaban ruinas de edificios que debía tomarse el riesgo de revisar en busca de algo valioso. Ser explorador significaba pasar largas temporadas lejos del grupo, pero era una tarea importante, necesaria, y dotada de estatus y satisfacciones al volver. Pero a medida que pasaba el tiempo veía a las mujeres como esos animales que lo esperaban para descargar sus ansias sexuales al volver por un par de días; esas serviles criaturas dispuestas y sumisas, agradecidas por la labor que realizaba.
—El primer año y medio mi posición fue gratificante para mi ego, pero ahora anhelo algo más. Y no se qué.
El edificio parecía haber sido algo entre un hospital y una cárcel. ¿Tal vez un manicomio? No solían estar TAN alejados de otro rastro de civilización, pero ya estaba acostumbrado a ver edificios que sobrevivían en pié solitarios, mudos testigos de la otrora gran metrópolis; mojones sobrevivientes en el centro de lo que debiera haber sido una manzana, pero rodeados del mismo yermo, rocas, arena y tierra.
Una pared se derrumbó cuando trató de mover una taquilla. Parece ser que era un hospital militar más bien. Aún mejor, no solo podría conseguir medicamentos antiguos, sino quien sabe cuantas cosas útiles conservaban los soldados, incluida ropa resistente, y tal vez hasta armas de fuego aún en funcionamiento.
Encontró conservas de comida. Abrió una lata con su cuchillo. El procedimiento era llevar la comida enlatada al grupo, para que un miembro débil y poco valioso la catara, pero Terguson quería entrar en contacto con su lado humano. No quería sentir que él era más valioso, no quería ser indispensable; quería sentirse parte.
—Al cabo de dos o tres años comencé a tomar por sentado cada vez más que todos estaban ahí para servirme cuando llegaba. Los trataba con más y más desdén. Y lo peor es que solo lo aceptaban sumisamente como si fuera mi derecho divino y su obligación el servirme.
Guardó el equipo entero de un soldado, raciones, medicamentos, herramientas, y hasta una tienda de campaña para llevarse consigo de muestra y lo dejó junto a la puerta. Luego se tomó el trabajo de dejar varias taquillas sueltas junto a la entrada, llenas de valiosa mercancía. Iba a marcar ese lugar en su mapa. Era hora de volver.
Levantó una vez más su mano:
—Pero después ya nada me satisfacía como al principio. Me acostumbré a cada vez más, y más. El colmo fue esa vez hace un año, la niña que me dijo enojada que me fuera, porque su madre se ponía de mal humor cada vez que yo volvía. Comprendí que para mi el regreso al grupo era un momento esperado que hacía valer esas dos o tres semanas de exploración; pero para ellos mi regreso era algo tolerado en espera que partiera una vez más.
Terguson amontonó escombros para ocultar la entrada y partió al último refugio que encontrara para su grupo. Estaba apenas a tres días de viaje. Una de las exploraciones más cortas que hiciera. Caminó durante horas por el páramo inerte hasta que anocheció. Armó la tienda de varillas de fibra de carbono en apenas cinco minutos y se acurrucó a dormir.
Durmió intranquilo, tal vez por el contenido de la lata de corned beef, tal vez por el sueño de una niña de diez metros que lo perseguía por un bourdel para meterlo en una jaula para aves.
Despertó cubierto en un sudor frío, y lo primero que atinó a hacer fue tomar su grabadora y musitar:
—Pero no quiero ser así... No quiero... Yo no elegí... Fuí... Al principio yo...
Y rompió en llanto. Si solo se los hubiera dicho.


Al cabo de tres días llegó a la cueva donde yacían los restos de su grupo; muertos de inanición al derrumbarse el edificio que él mismo les indicara como un refugio seguro seis meses atrás; momificados y envueltos en pequeños bultos transportables en los que los paseaba de aquí para allá, no sabiendo qué hacer más que seguir como hasta ese mismo día.