sábado, 30 de septiembre de 2017

She

Inhaló y la brasa se iluminó levemente en la oscuridad de la habitación. Una mínima bocanada de aire y aguantó la respiración una fracción de segundo antes de exalar el vapor alquitranado. Miró su tubo de cáncer y pensó en la promesa lejana de una muerte y como había pensado en una no tan lejana no hacía tanto, una promesa de terminar con la agonía y con todo. Pero eso no es una solución sino un final, por lo que la vida sería un sufrimiento constante hasta su fin si solo el fin representa el fin del sufrimiento.

Tiró la cenisa, como un punto final a sus ideas estúpidas. No había una espada en su pecho, había apenas una aguja en su corazón. Y tal vez solo daba puntadas para cerrar la herída. Sí dolía, sí la extrañaba, pero no era el fin del mundo. O sí? No. Ella no era el mundo, era la entrada a otro mundo. Era el derrumbamiento de la arcada que coronaba el paso al otro mundo. Él seguía teniendo un mundo, el mismo mundo en el que vivía antes, el mundo al que la quiso arrastrar a ella, el de él. No fue a propósito, él solo quería poder estár con ella, pero hubiera sido sacar una sirena del agua para dejarla ahogarse, y tal vez eso fue lo que pasó: ella se ahogó.

El punto es que él había perdido ese mundo de fantasía en el que ella vive y ahora estaba atrapado en este mundo gris, aspero, seco, sin gracia. En este mundo tenía que agarrarse a los sabores más fuertes para poderlos sentír, como el whisky que vaciaba en su vaso. Tal vez solo era el alcohol el sangre el que pensaba por él, tal vez era la soledad la que lo cacheteaba para que despertara y se diera cuenta de la verdad: había arruinado todo.

La amaba. De verdad. Desde chico había corrído como polilla al fuego en busca del amor, y en su fracaso por encontrarlo había caído en el hábito de creerselo a ver si por las dudas llegaba a sentirlo. Pero esos amores placebos no solo estaban destinados a morir, sino que el cadáver se mostraba deforme y putrefacto junto con la resaca. Ya se había acostumbrado a la idea de que veía a las mujeres a través de los lentes rosados del autoengaño. Pero cuando los lentes se desteñían con el sol y quedaban de un amarillo sucio, como una mancha de orína en una sábana, la visión hacía foco en todos esos defectos que había ignorado de manera tan descarada.

Y ella en qué era diferente? No tenía defectos? No, eso lo hubiera hecho pensar simplemente que seguía en negación. Ella tenía muchos defectos, pero en lugar de verlos en desamor, estaban ahí a plena vista en el amor. No la amó porque no tenía defectos, ni siquiera la amó a pesar de sus defectos, la amó a través de ellos. Amó su pasión y su porfía, amó su inmadures y su algarabía, amó su locura y su histeriquismo, amó su inocencia y su idealísmo.

Ella era bañarse cantando, pasar un par de horas eligiendo la ropa y maquillandose, era arreglarse para salír radiante a una noche mágica, era reír y sentirse linda, era bailar en medio de la calle y hablar a los gritos en un café porque no estaba en medio de un café sino en donde ella quisiera estár.

Él era bañarse apurado y medio dormido a las seis de la mañana, era esperar el ómnibus apretando los dientes para no castañear del frío, rodeado de otros extraños con sus respectivos uniformes, iluminados únicamente por el alumbrado público en un silencio ensordecedor, era el corte en el mentón intentando afeitarse, era limpiarse para que los compañeros de trabajo no se enteraran que era un linjera.

Apretó la colilla contra el cenicero y se terminó de un trago el güisqui aguado. Fué al baño y vació su vejiga. Se lavó las manos y ya que estaba con las manos mojadas se lavó la cara. Para despertarse con el frío y no para enjuagarse esas gotas de mar porfiadas que se negaban a parar de fluír. Hizo fuerza por no subír la mirada. Se secó la cara sin levantár la vista para no cruzarse con ese imbécil que lo esperaba en el espejo. Pero no pudo. Y se quedaron solos, él y él. Escudriñandose uno al otro, mirandose a los ojos, tocando esa conciencia que se escondía ahí detrás.

Y se odió. Se odió porque supo que no imporaba cuanto se mintiera no iba a cambiar. No imporaba cuantas culpas fuera a echar para un costado, la culpa era de él por ser como era. La culpa era de él por no cambiar. La culpa era de él por no querer con suficientes ganas. La culpa era de él porque no alcazaba nada nunca, y el engaño lo mantenía andando. No podía intentar todo, no podía intentar arreglarse de verdad, porque fracasara o tuviera éxito, el resultado era el mismo: la culpa era de él por no haberse arreglado antes, por no haber intentado todo justamente. Necesitaba creer que era así, y que se tenía que joder, porque si llegaba a aceptar que el poder estaba en sus manos no iba a poder vivír con sí mismo.

Se cortó el nudillo cuando rompió el espejo.