jueves, 28 de julio de 2011

Verde, Maduro y Podrido


Flotaba en la inmensidad del océano, aferrándose en plena inconsciencia al trozo de vida que era esa tabla. El pescador lo subió con gran esfuerzo a la escueta chalupa que usaba de bote pesquero. El náufrago despertó en la tienda que hacía las veces de casa para el pescador y su hija. Flor lo miraba con su ojo derecho, con esa mirada de inocencia que sólo una prepuber puede mezclar con algo lascivo. Sólo con el derecho, pues el izquierdo lo cubría un parche de cuero, ocultando dios sabe qué.

—Agua... —Logró murmurar el náufrago antes de desfallecer, no llegando a probar el vital líquido siquiera.

Pasó una noche de pesadilla entre sueños febriles. Despertó a plena tarde, pensando que aún era de noche. El pescador arrastraba una rastra fabricada con juncos tejidos. Le tiró la fruta que llevaba en la rastra a los pies.

—Coma, hombre.

Fue toda la conversación mientras el desnutrido hombre engullía el jugoso néctar. Pero a medida que saciaba su ansia, empezó a notar como, a pesar de ser de gran tamaño, no había ninguna fruta entera: alguna parecía un trozo de una pierna; otra, un antebrazo partido; aquélla sólo era informe pero se divisaba algo parecido a un ombligo... Y no sólo en la forma, pues el color piel de la cascara lo preocupaba menos que el color carne de la pulpa, de una textura parecida a la de una pera.

Era obvio a simple vista que ERA fruta: una fruta dulce y jugosa de un sabor irreconocible.

— ¿Qué fruta es ésta? No logro...

—De nada. Soy Aníbal, y ella es mi hija Flor.

—Perdón. Eutanasio. Gracias por salvar mi vida, señor Aníbal. Puede ser fiebre, pero esta fruta se asemeja a... No, no importa.

Anibal no dijo nada y rumbeó hacia la chalupa. Flor sólo miraba a Eutanasio comer, sentada con las piernas cruzadas con el mentón en una mano, y la cadera en la otra. El débil Eutanasio, por su parte, sólo comió y se acostó con las tripas repletas de fruta. A media noche despertó en plena fiebre y vomitó con fuerza. Anibal aún no regresaba y Flor seguía sentada en el mismo lugar mirando hacia la tienda donde el dormía. Cayó en el sopor de nuevo.

—Venga, despierte—Aníbal lo incitaba—. Lo voy a llevar hasta el árbol para que vea.

Aún con la debilidad y el cansancio, la intriga pudo más, y Eutanasio lo siguió lentamente mientras el pescador se adentraba en un sendero del bosque. Caminaron por lo que pudieron ser minutos o semanas, cuando Eutanasio, que ya caminaba apoyándose en los árboles, con una mano en el suelo y mirando apenas los pies de Aníbal, levantó la vista:

Un árbol de más de treinta metros de alto se alzaba en un claro de proporciones titánicas, causado por la sombra que sus mismas ramas proyectaban sobre el suelo. Y al bajar la vista vio en la base del tronco una vagina de cinco metros que asomaba, insinuada entre las piernas que eran dos raíces. De haberlo intentado, no podría haber abierto más la boca.

Aníbal era un hombre fuerte, pero viejo ya. Su barba dura, recia y rala, era campo de cultivo de canas salvajes. Su mirada seria asomaba bajo el ala del sombrero. Clavó el machete en el piso y se encaminó al pie del árbol. Vestía de cuero negro, pantalones a la rodilla, chaleco sin camisa y sandalias de cuero también.

Eutanasio, por su parte, era joven y alto, pero flaco por una dieta pobre. Su barba adolescente afloraba del mentón, como si un chivo la mordiera. El pelo grasiento le llovía por la cara alargada, que la expresión de asombro alargaba aún más. Iba con un pantalón a la rodilla también, pero de un algodón que alguna vez fue blanco, y una camisa con cordeles raída por quién sabe qué.

—Venga— lo instó Aníbal—. Vea al pie del árbol.

Y ahí pudo ver los restos de la fruta que el día anterior destajara Aníbal. Pudo ver también otras frutas pudriéndose. Enormes frutas del tamaño de una persona. Se acercó. Caminó y, cuando estuvo a unos cinco metros, se detuvo y vomitó. Vio manos. Vio cabezas. Vio pies. Vio vientres y senos. Vio mujeres enteras pudriéndose a la sombra, abiertas por un cuchillo, destrozadas por un hacha, trozadas por un machete...

—Son frutas, no se preocupe— le dijo Aníbal, al tiempo que desenfundaba su ballesta y apuntaba a lo alto.

Recién ahí se percató Eutanasio de los gigantescos bulbos verdes que colgaban a decenas de metros del árbol. Pero Aníbal, con precisión milimétrica, golpeó a uno maduro, de color berenjena, en el tallo, haciéndolo balancearse un par de veces y caer en picada hasta estrellarse contra el suelo. La fuerza del impacto hizo explotar la cáscara, causando un aluvión de jugo verde. Del naufragio asomó una mujer.

Piel color calabaza, pelo color berenjena, sin ombligo, sin uñas, ojos cubiertos de cascara, labios naranja. Pero una mujer, sin duda alguna. En posición fetal, con una mano aún agarrando las rodillas, pero quebrada en la espalda y el otro brazo caído junto a ella. Motraba el mismo interior que Eutanasio había degustado el día anterior. Aníbal cargó otro virote y disparó a un bulbo verde al tiempo que le decía—Las maduras tienen el color bien, pero la piel está dura. Entre más dura la cascara, más blanda la piel.

El bulbo verde golpeó el suelo con más fuerza que el otro, al parecer. Pero sólo rebotó y cayó unos metros más allá. Eutanasio fue a buscar el machete para abrirlo, ya que la cascara seguía intacta. Y el interior reveló una mujer también, pero en apariencia de entre diez y catorce años. Verde la piel, de un verde más fuerte el pelo, con mechones de un verde casi blanco, y con labios verdes, incluso.

Eutanasio ya no podía salir de su asombro. Por suerte tampoco podía vomitar, porque Aníbal tomó por el brazo la fruta verde y la levantó con una elasticidad increíblemente humana; desprendió sus pantalones e introdujo su miembro en el ojo izquierdo de la fruta.

—Es una fruta hombre— le decía al tiempo que se masturbaba contra lo que parecía una cabeza— ¿Vio cómo la banana se parece al pene? Bueno, parece que Dios nos dio una fruta a nosotros también. Planté un par más cerca de casa. Aún no dan fruto, pero los troncos están a la altura justa. Como éste cuando era chico—Y señaló la gargantuesca vulva del árbol, al tiempo que tiraba esa fruta, esa fruta que parecía una nena, esa nena que parecía una fruta, con el ojo chorreando un jugo transparente, casi como si llorara a mares...

Eutanasio se rehusó a descargar sus ansias salvajes contra una fruta, mientras Aníbal le insistía que eran meras frutas. Eutanasio sólo lo convenció al decirle que no tenía ganas por estar débil, mareado y por haber vomitado incontables veces ese mismo día.

Tres días, media noche. Eutanasio descansaba en su precaria tienda de hojas de palma, junto a la de Aníbal y Flor. No podía dormir. No dejaba de pensar en el parche en el ojo de Flor. Aníbal le había mostrado los árboles de mujeres más jóvenes. El tronco tenía nalgas y pechos. Aníbal no había quedado conforme hasta que defenestró uno de éstos.

Eutanasio se levantó y salió de su tienda. Con la luna como única aliada entró en la tienda con el machete en la mano. Despertó a Flor. La hizo salir en silencio, pero Flor le tiró de la mano del machete. Eutanasio la convenció de que le daba el machete si salía sin hacer ruido. Tomó el cuchillo de Aníbal que roncaba con fuerza y doce puñaladas le llegó a dar antes de que Flor le abríera la cabeza con el machete...

Tiró el arma ensangrentada y corrió hacia el bosque. Corrió hacia el árbol. Al llegar llorando a la raíz, vio sus medio hermanas descerebradas, descuartizadas, y se sentó en una raíz de su madre. Y lloró. Lloró como el día que nació de un bulbo fecundado por un pescador, el día que se resbaló y se golpeó el ojo nuevito contra una piedra.

5 comentarios:

  1. Termina de leer, se levanta de la silla y comienza a aplaudir a la vez que grita "¡genio, genio!"

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  2. Awww ^^ Me retracto, me gustan los aduladores ahora :P

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  3. Bien escrito.

    Muy crudo, me revolvió el estomago
    Casi antiestetico.

    Perdón, tenes cosas mil veces mejores, no por morbosa una obra es mejor.

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  4. Me tengo que sacar el sombrero, tanto que te llenás la boca hablando de que sufrís de una u otra enfermedad mental y yo sin creerte, como dije, me saco el sombrero. Y nunca más dudaré del estado de tu salud mental, lo juro.

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  5. Va en gusto es todo lo que puedo decir Marin :P
    Y yo se que no estoy loco: los locos no saben que están locos, por lo tanto, yo al saberme loco; estoy cuerdo :D

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