jueves, 29 de septiembre de 2011

Choque de almas


Ni siquiera quise ir al pub en primer lugar. Mis compañeros de pensión medio me obligaron a ir. Tenían razón en que no salía desde hacía meses a hacer nada más que trabajar, pero había un motivo para ello: no quería.
— ¡Ya estoy viejo para esto! —Girté sobre la ensordecedora música bailable.
— ¡Ya estas viejo para vivir en una pensión también amigo! —Me dijo por toda respuesta el joven muchacho. Tenía razón nuevamente, yo era profesor y no estudiante después de todo. Pero para eso también había un motivo: ¿Para qué mudarme? ¿Para pagar más renta?
Me escapé con la excusa de comprar un trago. Bueno, efectivamente fui por un trago. Ese si era un placer que no tenía objeciones en darme.

—Un Manhattan, por favor.
— ¿Un qué? Hay whiskys solo o con cola, y cerveza.
—Un "whiskys" entonces.
— Dale Gastón, ¿no tenes vodka al menos? —Se metió entre el barman y yo con un codazo casi—Yo quiero un Destornillador y no me voy a ir sin él.
—Bueno, por ser vos te preparo uno—Le contestó el barman "Gastón".
—Disculpe señorita, pero él me estaba atendiendo a mi.
—Y te sigue atendiendo a vos. Gracias Gastón, el señor paga.
— ¡Un momento! Yo nunca accedí a pagarle nada señorita.
— ¿Y qué tengo que hacer para que cambies de opinión? —Y me guiño el ojo.

Al cabo de una hora estábamos charlando y bebiendo en un bar que ella conocía. Era bastante solitario, pero alegre y hogareño a su manera. Tenía pool y una rockola. De haber ido solo hubiera dicho que era un antro, pero con ella notaba como en realidad era el estar de la casa de una familia incomprendida.

Al cabo de dos horas estábamos ebrios y felices. Ella era joven, alegre, simple, descarada, despreocupada, en fin, todo lo opuesto a mí. No era para nada el tipo de persona erudita con la que siempre intentaba conversar, pero me agradaba mucho más que todos ellos juntos. Me hacía feliz conversar con ella de cosas simples y reír.

Al cabo de tres horas estábamos en mi cuarto. Fue la primera vez en una década que pensé seriamente en mudarme a un apartamento. Ni siquiera estaba seguro de si se permitían mujeres. Pero la noche terminó en un vomito en el baño para mí. Hacía demasiado tiempo que no bebía.

Me arropó cuidadosa y encontré a la mañana siguiente, entre la resaca y mi reloj despertador, su celular anotado en un papel. Parecía que yo le había caído tan bien como ella a mí. Y nos vimos de día. Bajo la radiante luz veraniega parecía una Venus. Era imposible distinguir si su pelo era castaño, rubio o pelirrojo. Era un tono más cobre y caoba que pelo. Sus ojos, aunque marrones y comunes, tenían un tono avellana con cierta luz, pero lo que me gustó de ellos era la forma y el tamaño de esos ojos de sirena. Su piel ostentaba unas sujerentes pecas en el escote y unas inocentes en el tabique nasal. Pálida por naturaleza, intentaba tomar color tras horas y horas al sol, pero el único tono que asomaba era el rosa.

Yo vivía envuelto en mis libros. No había novela, ensayo filosófico, libro de historia o poema que no pudiera citar. Si había una copia, yo lo había leído. Bueno, estoy exagerando un poco. Bueno, estoy exagerando mucho en realidad. Pero para los tiempos que corren, era, y soy, un erudito. Le enseñe a ella los pensamientos de Nietzsche, los poemas de Boudelaire, las ideas de Pascale, las proesas de Carlomagno, las palabras de Confusio. Ella me enseño a retosar al sol, a pasear por un parque, a bañarme en la playa, a correr por la calle, a bailar, a reír, a vivir.

Me mudé a un apartamento en menos de un mes. Ella era mi amiga, y yo la quería como amiga. Me tenía un cariño paternal, pero me veía más como un hijo que como un padre. Un día se iba con un chico, otro día se iba con otro. Me contaba como le gustaba este o aquel, como si fuera su amiga y confidente. Venia llorando a mi cada vez que le rompía el corazón otro amor de verano. Y al final se enamoró de mí, y yo de ella.

Me saqué el saco y lo tiré en una silla. Ella me tiró a mi en la cama de la misma manera. Mientras yo la besaba me quitó el cinto y me abrió la bragueta. Luego comenzó a reír a carcajadas.
—Y yo que le quería hacer un favor al viejo y ni puedo hacer que se le pare.
La seguí besando, y tomándola en mis brazos gire nuestros cuerpos hasta quedar encima suyo. La bese en la mejilla, en la quijada y en el cuello, bajé a su clavicula, a su esternón y a sus hermosos pechos en flor. Seguí bajando y besándola, y no paré de besarla hasta que no me estrujó con las piernas en un momento de éxtasis, hasta casi arrancarme las orejas.
Posó mi cabeza en su ceno y me abrazó como una madre abrazando a su hijo. Yo la envolví con mis brazos con la misma ternura, y acostados en esa posición pasamos unos minutos de precario silencio.
—Hacía varios años que no tenía un orgasmo de verdad—Dijo ella rompiendo el silencio.
—Yo hacía varios años que no tenía una amiga—Y me abrazó con más fuerza.

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